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Villa Devoto en el Cuarenta
                       
                                                                                                        Por Carmen Estévez

Durante la década de 1940 Villa Devoto, como otros barrios de Buenos Aires, se caracterizó por el crecimiento de la construcción de casas de clase media. Ya formaban el principal núcleo las antiguas casonas de los fundadores (en general alrededor de la Plaza Arenales), y también los chalets que los ingleses, escoceses e irlandeses habían levantado rodeando la Capilla Anglicana de la calle Cantilo. Les tocaba el turno ahora a los hijos de los inmigrantes que se habían afincado del “otro lado de Beiró”.

Así fue como apareció el “barrio Picciafuoco” en los terrenos del demolido Tiro al Segno. Se lo conoce por este nombre ya que las viviendas fueron construidas por el Maestro Mayor de Obras Odo Picciafuoco que utilizó puertas, ventanas, persianas, mosaicos y cerámicas provenientes de demoliciones. El resultado fueron casas de estilo modernista pero con puertas y ventanas alargadas y altas, pintadas de verde oscuro. Al mismo tiempo, propietarios algo más acomodados se hacían levantar edificios de líneas simples, según la moda imperante, algunos pequeños, otros más grandes, pero con la perspectiva de ir ampliándolos a medida que la familia creciera; de esta época data la predilección por los espaciosos jardines que se iban achicando a medida que se incorporaban más habitaciones a las casas.

Se generalizó la instalación de servicios de agua corriente y sanitarios, y eso nos lleva a una costumbre de la época. Antes del tendido de la red de agua y alcantarillado las familias utilizaban los servicios de los limpiabaños a domicilio que una vez por semana procedían a rociar e higienizar con ácido muriático todos los artefactos del baño (en especial las letrinas) para evitar la contaminación. El advenimiento de la red cloacal no cambió la costumbre ya que el limpiabaños impedía que se acumulara sarro en los nuevos e impecables enseres de los excusados.

Con respecto a las cocinas, en general, para esa época, las amas de casa contaban con la “cocina económica” (Malugani era la más común), que constaba de una tapa superior donde estaban las hornallas y otra inferior donde se prendía el fuego sobre una rejilla que dejaba caer la ceniza. Muchas veces pasaba por la pared trasera una cañería que alimentaba un gran tanque más arriba del fogón que acumulaba agua caliente para utilizar en la casa. Esto hacía necesario contar con un proveedor de combustible: el carbonero, que usualmente también proveía de papas a las casas y que visitaba los hogares una o dos veces por semana. Con el tendido de la red de gas natural (1949), el carbonero se dedicó a la venta de papas exclusivamente. La ceniza que no se desechaba podía utilizarse para la limpieza de la batería de cocina de aluminio como abrasivo, en la preparación de jabones y detergentes.

También visitaba los hogares, en este caso diariamente, el lechero. Llegaba en su carro a caballo, con los tarros provenientes de los tambos de los suburbios, y la leche era fraccionada según las necesidades de cada familia (por supuesto, debía ser hervida, ya que no estaba pasteurizada, ni tampoco descremada).

Otro de los proveedores de los hogares de Devoto era la GDA o sea las Grandes Despensas Argentinas, que estaba situada en Beiró al 4200 y tenía reparto a domicilio con un gran triciclo color naranja. Los pedidos se hacían personalmente o por teléfono, y un muchacho pedaleando los llevaba a casa.

La Panificación Argentina con sus llantas de goma y sus carros tirados a caballos también era habitual. Si bien la mayoría de los habitantes del barrio preferían el pan francés (Panaderías La Higiénica, Lourido), la aparición del pan lactal fue toda una novedad y muchas personas lo prefirieron.

En la entrada de la Estación del Ferrocarril San Martín del lado de Ricardo Gutiérrez solía ubicarse el manisero, que vendía cucuruchos de maní calentito en el invierno, a los mayores que volvían de su trabajo, y a los niños que siempre estaban dispuestos a saborearlo.

La venta ambulante era muy usual, dada la distancia que había al centro, y considerando que las amas de casas que no trabajaban afuera era la regla, siempre era bienvenido el “turco”. Los “turcos”, inmigrantes del cercano Oriente, llegaban a las viviendas del barrio, con un bulto enorme cargado en sus hombros: era una tela cuadrada que se cerraba con dos nudos atados en las esquinas opuestas y que en su interior contenía un tesoro de ropa interior, artículos de mercería, de peluquería, cintas y varios. “Vendo barato, $ 2$ el bar” ofrecía por un par de medias. La dificultad para pronunciar la p hacía que los chicos les gritaron: ”Jabón, jaboneta, beine, beinetas”.

También solían aparecer el vendedor de pirulíes, el heladero en verano (a eso de las dos de la tarde) y el pochoclero en su triciclo blanco dividido en dos partes; manzanas acarameladas de un lado y pochoclo del otro.

El paragüero, el afilador, el canastero eran siempre una novedad. El primero ofrecía cambiar la tela del paraguas, arreglar las varillas o cambiar los pomos; el segundo se anunciaba con un silbato, y requeridos sus servicios, desplegaba la bicicleta de forma tal que haciendo girar la rueda levantada, también movía la piedra de afilar, dejando como nuevos, cuchillos, navajas y tijeras, mientras los niños observaban absortos. El tercero brindaba un espectáculo grandioso: llegaba en grandes carros a caballo, colmado hasta el tope, con una montaña de artículos de paja, formando un rompecabezas de sillas, canastos, hamacas, escobas y plumeros, que ofrecía a viva voz.

El sereno era financiado por los vecinos que le pagaban una cuota mensual por vigilar sus casas en la noche; recorría el barrio en bicicleta tocando pito, controlando que las puertas estuvieran cerradas y las viviendas seguras. Otra figura familiar en rodado era la de la enfermera Amelia que ponía inyecciones a domicilio, a personas y también a mascotas que lo necesitaran.

El hielero en verano era importantísimo, dado que hasta la década del 50 no aparecieron las heladeras eléctricas. Las familias se manejaban con hielo que, entregado en el domicilio del cliente, era cortado con un serruchillo de las largas barras que tenia disponible. Se envolvía en varias capas de papel de diario, para prolongar su duración y era colocado en un mueble de madera forrado en hojalata con un desagüe que vertía en un tarro o cacerola, donde se ubicaban las bebidas y eventualmente algún alimento que se deseara conservar fresco. Para las fiestas se compraban dos o tres barras grandes que se disponían en la bañadera, envueltas en arpillera junto con la sidra, cerveza, vino, refrescos, etc.

Una costumbre muy arraigada entre las amas de casa era ir a la feria. Había una feria en la calle Marcos Paz entre Beiró y Tinogasta, con puestos de frutas y verduras, carnes, fiambres, ropa interior, pescados, mercería. Los esqueletos de los puestos eran desplegados la tarde anterior, por carros o camiones de la Municipalidad, que se completaban a la mañana siguiente muy temprano por los feriantes, con las lonas que los cubrían y los productos que comercializaban. Se celebraba martes y viernes a partir de las 8 de la mañana y a eso de las 11 ya concluía con las últimas ofertas y saldos, pues los puestos debían desmontarse para las 12 cuando llegaban los muchachos de la Municipalidad a retirar los esqueletos y a lavar con mangueras de bomberos la calle y veredas. Las señoras que vivían algo alejadas (particularmente las británicas) concurrían con sombrero y grandes canastos a hacer sus compras. Los chiquillos que durante las vacaciones no concurrían al colegio ofrecían sus servicios de carritos a rulemanes (antepasados del skateboard) para llevar por unas monedas, las bolsas o canastas de las amas de casa hasta sus hogares.

Otra figura usual de aquellos tiempos era la de la lavandera-planchadora, que todos los días llegaba desde la estación con un atado enorme sobre su cabeza, caminando erguidamente por el barrio: era la ropa que traía planchada desde su casa. Más tarde volvía a pasar, haciendo el recorrido inverso, llevando las prendas sucias para lavar, aunque también trabajaba en el domicilio de algunos clientes donde lavaba, pero no planchaba.

Para los chicos no había nada mejor que la llegada del organillero y la del barquillero. El primero venía con su instrumento tocando melodías pegadizas, y con una cotorrita que adivinaba la suerte por unas monedas. En la parte superior del organillo había una jaulita que permanecía abierta y desde donde la cotorra, a una señal de su dueño, elegía con su pico un papelito que entregaba al niño y donde estaba escrita alguna frase alentadora sobre el futuro. Los chicos quedaban extasiados por la combinación de la docilidad del ave, lo exótico del instrumento y la adivinación de la suerte.

El barquillero, por su parte, vendía barquillos que eran del tipo de una oblea muy crujiente aderezada con azúcar y miel, que se vendían en trozos: una moneda por un pedazo. Pero, existía el adicional: en la parte superior del tarro había una ruleta que el niño hacía girar; según el número que salía recibía uno o varios trozos adicionales de la golosina.

Entre 1940 y 1945, la Iglesia Anglicana hacía “las ferias de los ingleses” donde se vendían ropas de segunda mano, zapatos, cuadros, manualidades y montones de objetos más, donados por los miembros de la comunidad británica, para recaudar fondos para los heridos y huérfanos de guerra.

Memorias de pueblo, de barrio, de la niñez, de lo que se fue y ya no está. Mientras podamos leer sobre ello, no se hunde en el torbellino del olvido, y así, rescatamos momentos de nuestro pasado, que según el refrán “siempre fue mejor”. En realidad, no es que fuera mejor, sino que éramos más jóvenes.

*Agradezco la colaboración de la Sra. Nélida Méndez, antigua vecina y nativa del barrio, en la recopilación de estas memorias.


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Carrito a rulemanes


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El barquillero


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El carrito del manisero


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El organillero